Ignición by Kevin J. Anderson & Doug Beason

Ignición by Kevin J. Anderson & Doug Beason

autor:Kevin J. Anderson & Doug Beason
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga
publicado: 1997-01-01T00:00:00+00:00


27

Centro de Control de Lanzamiento

El resplandor de la bola de fuego de la explosión de la planta ensambladora de vehículos hizo palidecer el brillo de las pantallas de televisión repartidas por la sala. Aunque los altavoces no reprodujeron el sonido, Nicole respingó como si le hubiese golpeado el estampido de la inmensa detonación.

A los pocos segundos, los cristales de las estrechas ventanas saltaron en pedazos y los fragmentos de vidrio penetraron por los resquicios de las persianas metálicas. Se oyeron gritos. Phillips alzó una mano para protegerse el rostro al tiempo que ladeaba la cabeza. El estruendo de la explosión resonó, resonó y resonó. Luego la onda de choque pasó y se perdió con sordo rumor en la distancia.

Nadie dijo nada. Con las rodillas convertidas súbitamente en agua, Nicole se desplomó en su silla respirando entrecortadamente. La seca y viciada atmósfera refrigerada del interior del palco de observación se mezcló con el aire húmedo del exterior que entraba por las ventanas rotas. De pronto la joven sintió que estaba cubierta de una fina película de pegajoso sudor.

Iceberg estaba en la planta ensambladora de vehículos en el momento de la explosión, y se había ido de este mundo entre los violentos resplandores de la gloria. ¡Idiota! Nicole lo detestaba por su impetuosidad, por su convicción de que él solito y por las buenas podía enfrentarse a cualquier amenaza y resolver cualquier problema.

Ahora la planta ensambladora de vehículos estaba destruida y envuelta en llamas.

Y peor aún, Iceberg había muerto.

Phillips parpadeó, atónito. Apartó el brazo de los ojos y miró hacia el humo que surgía de la planta ensambladora de vehículos.

—Apasionante —dijo—, pero también lamentable.

Se volvió a mirar hacia el Atlantis, que, a cinco kilómetros del lugar de la explosión, se alzaba aparentemente intacto sobre su plataforma.

Torciendo marcadamente el gesto, el hombrecillo continuó:

—La verdad es que esto se está conviniendo en una chapuza…. —Suspiró—. Y lo fácil que habrían sido las cosas si todos hubieran seguido unas sencillas instrucciones. Un gobierno capaz de llevar a un hombre a la Luna debería ser capaz de hacer frente a un simple rescate.

Negó con la cabeza, con la vista fija aún en las llamas que salían por la boca de la planta ensambladora de vehículos, en la que el propulsante sólido seguía ardiendo y ardiendo.

—Contemplen el espectáculo. Jamás fue mi intención hacerle tanto daño a este maravilloso centro espacial. Piensen en cuánto retrasará este accidente el programa espacial. —Phillips se palmeó la cabeza—. Estas cosas me dan ganas de llorar.

Andrei Trovkin, que estaba mirando por una de las ventanas, se volvió lentamente, cuadró los amplios hombros y miró con furia a Phillips. Cerró los puños, y con el rostro congestionado por la ira el ruso dijo:

—¡Podría matarlo, Phillips!

—Y yo podría hacerlo matar a usted —replicó el aludido con fingido tedio—. Pero es preferible evitar violencias, ¿no le parece?

Miró a Yvette, que parecía una navaja automática lista para saltar. La joven sonrió y los blancos y perfectos dientes contrastaron con la bronceada piel.

De pie en su reservado,



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